Articulo en la Revista teatral "La Ratonera".Septiembre de 2010
HISTORIA DE UN TEATRO
Joaquín Fuertes
Entré a mediados de agosto en el teatro Jovellanos como quien ha perdido la fe y regresa finalmente al templo. Pero no esperen, o no se alarmen, de que aspire a ser el catecúmeno que vuelva a criticar lo que allí se hace o se deja de hacer. Desde 1965, fecha en que comencé a escribir sobre lo que veía y lo que imaginaba, tratando de domeñar las filias y las fobias para hacer algo presentable en beneficio del teatro, de todo ese desfile en que se mezcló lo brillante con lo absurdo y el tinglado de la antigua farsa con la excrecencia de lo más chabacano, de los pocos que recuerdo y los mucho que he olvidado no son otra cosa que un montón de cadáveres. Las voces son silencio, y los cuerpos untados en el camerino, para aparecer más hermosos o más deformes, sólo son ya un montón de cenizas. Si alguien, por gremialismo, puede sentirse ofendido de que este don nadie haga reflexión sobre la feria de vanidades detrás de las candilejas, puedo asegurar que a los que pasaban por la sala les ocurrió otro tanto, se fueron deshojando en la mirada de un superviviente que ha llegado a la conclusión, después de más de cuarenta años, de que allí ya no pinta nada, o muy poco. Pinto tan poco, que no conocía el teatro remodelado, como tampoco conozco el de la Laboral.
Me embargó una gran emoción al pisar de nuevo el llamado coliseo de Begoña. Las butacas nuevas, que sustituyeron aquellas diseñadas por algún inquisidor, y que a mí en los buenos tiempos de la fila cuatro número dos, me obligaban a sacar las piernas hacia el pasillo, lo que aprovechaban algunas vedetes para sentarse encima, y hasta hacían daño con los almidones del trasero y las lentejuelas. Bibi Andersen fue uno ¿o una? de los pesos que soporté en mi larga y puñetera vida como comentarista teatral. Recuerdo que también tuve en el cuello a una cubana preciosa, de las que formaban el conjunto de las hermanas Benítez, y una vedete de verdad, exuberante, que se hacía llamar Betty Gable. Las viejas butacas las subastaron, y si fuera fetichista hubiera comprado la dos de la fila cuatro: ahí se escribió una parte de mi ignorada historia. También me deshice de un coche en el que se sentaron miembros de la Real Academia y candidatos al premio Nobel; lo único que hice fue decírselo al que me lo compró, que no creo que le haya prestado mayor importancia.
Ese día, en que me reencontré con el teatro Jovellanos, me llené de todas la viejas nostalgias. Era el 16 de agosto, y la Compañía Asturiana había llenado la sala sin un solo hueco. Arsenio González, a quien le pido siempre que nos vemos que procure editar sus preciosos versos en bable, perdidos en su humildad de campesino como yo, había escrito la obra que se representaba. En el escenario, Eladio, Pili, Josefina… los que suman los más de cincuenta años en que nos conocimos; y los jóvenes, que siguen reescribiendo la maltrecha pero interminable historia del teatro. Que el cuerpo no descanse, que sólo repose el traje y los decorados. Que sigan así, jóvenes también los maduros, porque la vejez no trae cosa buena. Como dice Woody Allen, el que pueda que no sea tonto, que no envejezca. A la entrada y a la salida se ve la multitud, el pueblo. ¿Qué tenemos contra el pueblo? Han ido a reírse, a disfrutar, a ser cómplices de las trapacerías de Chiripa y de las andanzas del zorramplón de Galbana. La moza se casa con quien debe casarse, y si la engañan, alguien la avisará desde la sala: “Neña, ese non te quier, el que te quier ye el otru”. Me saluda una pareja de profesores, que no se avergüenzan de que les encante este tipo de teatro. Hablo con Angelín, el luchador del taller, que fue represaliado en una huelga, y a sus casi 90 años viene a buscar el consuelo de unas sonrisas para la soledad.
La diferencia con este teatro, llamado costumbrista, es que todo el mundo sabe lo que va a buscar, y Arsenio González y la Compañía Asturiana han sabido dárselo una vez más. Eso que hemos visto en el escenario es también teatro, reído y aplaudido en tres días por más de tres mil personas. Todo el mundo lo tiene claro cuando acude a que le cuenten estas historias, donde la filosofía de Ximielga no es menos importante, tal vez, que la de los que construyeron con sus postulados este mundo atroz en que nos encontramos. Donde hay tantas dudas planteadas a lo largo de la historia, en ese mismo escenario (no sé si era entonces teatro Jovellanos o Dindurra), había un señor que tenía las cosas muy claras cuando lo interpelaron. Siempre, dándole vueltas y preguntándonos, desde los clásicos, quienes somos; a qué venimos a este perro mundo; la tabarra del conócete a ti mismo…, o, el yo soy yo y mis circunstancias. A este buen hombre llamado el Manquín, tramoyista y demás labores, cuando alguien le preguntó desde la sala si era el empresario, él, le respondió sin dudar: soy la puta tu madre. He ahí un ser con las ideas claras, que sabía perfectamente quién era en cada momento, escribiendo con cinco palabras un texto que equivale a un cierre shakespearinao, de que el mundo es una historia de ruido y de furia contada por un necio. ¡Arriba el telón!
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